viernes, 26 de abril de 2013

Me habías choleado tanto



Mucho marca Perú, mucha inclusión social, mucha reconciliación. Como decía Silvana Di Lorenzo: palabras, palabras, palabras. En la vida real, Lima sigue siendo una ciudad vergonzosamente racista, en la que las discotecas y restaurantes “se reservan el derecho de admisión”, y en los supermercados señoras creen ser superiores a los demás, sólo por su condición de capitalina.

Estaba en la fila, en un conocido supermercado de la ciudad, esperando mi turno para que la cajera pueda atenderme y lograr comer algo de lo que estaba adquiriendo. Como suele suceder conmigo, miraba a un lado y el otro, observando a las personas sin alguna determinación concreta. En ese intervalo, miré a una señora, que estoy seguro llevaba pocos días en Lima, que se acercaba a la cajera que estaba al frente mío. Sin embargo, no se percató, soy claro testigo, que había una persona delante de ella.   

De pronto, un estruendoso grito silenció todo el lugar. “¡Señora, no se da cuenta que yo estoy primero! Ustedes los serranos cuando vienen a Lima creen ser vivos, ¿no?” Esta última frase me dejó consternado, casi sin aliento. ¿Cómo era posible que se expresara de esa forma? ¿No existe un sentido de igualdad en su razón?

Me acerqué aquella mujer, de presencia indeseable, que había dicho esas penosas frases contra una señora que sólo se había confundido al tomar su lugar. “Señora, debería disculparse por expresarse de esa manera. No es correcto”, le mencioné. Para mi sorpresa, subió el volumen de su voz y empezó el ataque hacia mí. “¿Quién te crees tú, desubicado? Mira, tú no vas a darme clases de modales”.

No había duda, el fantasma del racismo y la discriminación se encontraba en ese lugar. Esa abyecta presencia que origina en las personas un extraño modo de pensar. Que tiene como regla fundamental "cholear" a los demás sin importar quien sea.

¿Qué se hace en estos casos? La discriminación en el Perú es delito. ¿Multarán a esta señora? No. Quizá continuará ofendiendo a aquellos que probablemente ni siquiera pueden protestar, porque nadie los escucha y, algún día,  hartos de tanta humillación, escuchen los cantos de sirena de algún Abimael Guzmán y decidan tirarse abajo cuanto establecimiento o centro comercial deseen.

¿No recuerdan, acaso, que el caldo de cultivo para Sendero Luminoso o el MRTA, fue justamente ese odio fraticida que fue creciendo entre peruanos que no se reconocen como compatriotas? Lima está más cerca de Miami o de Madrid que de cualquier pueblo de la sierra o de la selva. ¿Cuál es el pretexto? ¿Qué no entendemos el quechua, el aymara o la lengua shipiba?

Algo debemos hacer para terminar con este tipo de actitudes que no nos hace una ciudad más “nice”, como creen algunos, sino, por el contrario, nos convierte en un lugar atrasado, lleno de gente ignorante y prejuiciosa que no es capaz de respetar a otro ser humano, sólo por el hecho de no ser igual que él.

domingo, 21 de abril de 2013

La cultura del burlarse de los demás

Personalmente no me sumo al cargamontón, o mejor dicho bullyng, contra los concursantes de estos realities que se transmiten por las tardes y que tienen tanta acogida entre los jóvenes del país.

No saber quien escribió Un mundo para Julius o ignorar lo que es un archipiélago son faltan menores. Es lamentable, pero no me parece que sea algo que determine el nivel cultural de una persona.

Si la preocupación de este drama se enlaza con la idea de que aquella persona que más datos ha acumulado es la más culta, entonces el genio del futuro sería un loro vestido de gala.

“El Perú no para. Antes de dormir orgía cultural en combate”, expresó el periodista Beto Ortiz en su Facebook, refiriéndose a la concursante de dicho programa televisivo, Alejandra Baigorria, quien afirmó, ante una pregunta, que Paulo Coehlo escribió Yawar Fiesta.


He aquí algunas preguntas para las personas que, durante varios días, se quejaron, por las redes sociales, del espectáculo dado por los chicos de Combate y Esto es guerra, o compartieron las notas escritas por otros, porque “reflejan a la perfección su opinión, posición y pensamiento”. Jaja.

Las preguntas son: ¿qué ganas quejándote? Si te preocupa tanto la cultura en nuestro país, ¿por qué mejor no te sientas y lees un libro con tu hijo? ¿Sabes qué les enseñan en la escuela?

Apagar la radio, prenderle fuego al televisor, no comprar diarios. Aprender el Baldor, el Atlas, El Coquito y el Manuel del Pendejo. ¡NO! Ejercita un sentido crítico y cuestiona: La cultura no debería ser una tabla de contenidos, dispuesta a que la memoricemos.   








martes, 16 de abril de 2013

César Vallejo vive en ti



No fue un jueves con aguacero. Fue en París, sí, pero el viernes 15 de abril, y solo lloviznaba. Hace 75 años, falleció uno de los grandes escritores que ha dado nuestro país a la literatura universal, César Vallejo.

Leí por primera vez al poeta de Santiago de Chuco a los diez años. Cuando ingresé a la habitación de mi madre y pude observar sobre su mesa de noche un libro que llevaba el título de Poemas Humanos. En la portada, un hombre con la mano en el mentón y  su mirada fija  sobre algún determinado punto.

Cogí el libro, busqué desesperadamente a mi madre por toda la casa. Tenía muchas preguntas. ¿Por qué coleccionaba obras de aquel señor de mirada afligida? ¿Qué era lo que escribía? ¿Cuánto tiempo llevaba de leerlo?

Encontré a mamá echada sobre uno de los muebles de la sala. Bastaron solo unas palabras para entender lo que ella sentía por él. “Este señor es Vallejo, y es el único que, a través de la letras, puede descifrar el sufrimiento y la alegría del ser humano”.

A partir de ese momento, conocí a César Vallejo, el universal, el triste, el pesimista, incomprendido, vanguardista, innovador, trasgresor del lenguaje, bohemio, profesor, periodista, misterioso, andino, burlón, aprista, comunista, etc.

Pero no todos entienden a César Abraham como mi madre y yo, lo podemos entender. Un columnista del diario El Comercio, dejando entrever que le parecía un poco demasiado tristón, señaló que el poeta “había influido de manera negativa en el inconsciente colectivo de los peruanos”. ¡Bah!

Tengo dos argumentos que rebatirán a los que –en la intensidad– creen ver pena:

Vallejo no es triste, es tierno: Y quiero, por lo tanto, acomodarle al que me habla, su trenza; sus cabellos, al soldado; su luz, al grande; su grandeza, al chico. Quiero planchar directamente un pañuelo al que no puede llorar y, cuando estoy triste o me duele la dicha, remedar a los niños y a los genios.

Vallejo no es triste, es dulce: Miguel, tú te escondiste una noche de agosto al alborear. Pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste. Y tu gemelo corazón de esas tardes extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya cae sombra en el alma.

Por ello, escribí este post. Porque al brindarle homenaje a César Vallejo; también rindo tributo a mi madre. A sus convicciones, ideologías y sueños. Y, por qué no,  a sus miedos y frustraciones. A sus épocas de escritora sentada al borde del Malecón. A su pasión por enseñar y aprender todos los días. Y, sobre todo, a su faceta de madre que tiene respuesta para todo.

Así es, mamá. Vallejo vive en ti, y tú lo haces inmortal. ¿Y sabes cuándo comenzaremos a vernos con los demás, desayunados todos, al borde una mañana eterna? Un lunes, Chachita. Un lunes cualquiera.

martes, 9 de abril de 2013

Ciudad de extraños corazones


Odio que la gente suba al bus a contar sus penas. Odio a los que van al lado de la ventana y jamás, ni en el peor día de verano, se les ocurre abrirla. Odio a los que te empujan para sentarse, antes que tú, en el asiento que acaba de quedar libre, y que tú habías estado vigilando respetuosa y pacientemente. Odio a los que hablan gritando, tanto como a los que llevan su música consigo, y asumen que a todos nos encantaría escucharla, así que le ponen altavoz a su celular para cumplir nuestro sueño.

Odio a los que silban y gritan cochinadas a las chicas. Odio esa costumbre abyecta, malsana que tienen los hombres de voltear a mirar el trasero de una mujer. Silbar, susurrar o gritar a una chica, es terrible. Y además para qué. Jamás he visto que una mujer voltee a pedir el número de un tipo inmediatamente después de que este le haya gritado las más retorcidas palabras que existan.

Odio a los que tienen la necesidad de emitir una opinión sobre algo, aunque uno jamás les haya preguntado (por ejemplo: «Ah, te cortaste el pelo… te queda mal, ¿sabes?»). Odio también a los que empiezan un comentario cualquiera con la frase «me vas a perdonar, eh… pero tú sabes que yo siempre digo la verdad».

Me molestan las muletillas, pero —y aunque esto revele sobre mí, más de lo que quisiera— las que me revientan son las muletillas con aires a superioridad. Y ahora, hablando de cosas del lenguaje, odio a los espíritus correctores de estilo y de dicción. Sobre todo, los odio porque —generalmente— se trata de gente que mal aprendió tres o cuatro reglas y se pasa señalando las faltas ajenas y olvidando las propias (que nunca son pocas, claro).

Odio a los que insultan a Justin Bieber y a cualquier otro artista al que consideren sobrevalorado, vacío e intrascendente. De esos hay cuchumil en Facebook. Me jode que caigan siempre en la estupidez de validar a su artista favorito (The Beatles, supongamos) ninguneando a los demás. O sea: The Beatles son chéveres porque son mejores que Justin Bieber. Punto. ¿Ah, sí? Mira tú. O sea que si me preguntan por qué me gusta Janis Joplin, yo no debo pensar mucho para responder que me gusta porque es mejor que Selena Gomez, ¿no?

Odio a los que no respetan su turno (o, en todo caso, el de los demás). Me ha pasado mil veces que llego a una bodega y el tendero está atendiendo a otra persona. Entonces, espero mi turno. El asunto va bien hasta que, de no sé dónde, aparece alguien y empieza a hacer sus pedidos, como si hubiera llegado primero.

Odio a los que se alucinan. Muy ricos (por sexis o por adinerados) o muy inteligentes o muy hábiles o muy talentosos (o muy importantes o muy perseguidos). A los que se alucinan, digo. Los que verdaderamente lo son no están alucinando. Cuando alguien se refiere a sí mismo (y casi siempre en plural) como «nosotros los artistas», me caigo del asombro. Me siento entre vedettes y cómicos ambulantes.

Pero suelo soportar cristianamente todas las costumbres anteriores, al igual que otras que ya no menciono porque la lista se va haciendo muy larga. Las dos que sí odio con todo mi corazón deberían ser penadas con trabajos forzados o, incluso, con días de cárcel efectiva. Joder en el cine es la primera. Es insoportable: ringtones, conversaciones, risas estruendosas. Niños. A ver, nadie se mete con los métodos de crianza que los padres aplican en sus hijos. Si el niño, en casa, come lo que le da la gana, a la hora que le da la gana y si le da la gana, genial. Quiero pensar que eso forma parte de un plan educativo que mamá y papá están llevando a cabo. Pero el cine es otra cosa: la gente no va a apreciar tus métodos de enseñanza sino a ver una película.

La segunda es arruinarle la historia a un tercero. Ten cuidado. Hay gente que se regocija contando las carnecitas y los finales de libros y películas. A veces, es cierto, no hay mala intención, pero igual está mal. Uno puede disculparse con un amigo por hacer, por ejemplo, una broma sobre la ceguera (olvidando o ignorando que la mamá del amigo está ciega). Con  el tiempo, él habrá borrado el asunto de su memoria. Pero cuando cuentas algo sobre una película o un libro, el daño ya está hecho, no hay marcha atrás. No obstante, con estos últimos, los descuidados, podemos ser benevolentes: vamos, todos hemos metido la pata alguna vez. Pero hay que estar mal de la cabeza, hay que arrastrar un trauma de infancia para quitarles a los demás la posibilidad de descubrir, por sí mismos, las novedades de una historia.