martes, 9 de abril de 2013

Ciudad de extraños corazones


Odio que la gente suba al bus a contar sus penas. Odio a los que van al lado de la ventana y jamás, ni en el peor día de verano, se les ocurre abrirla. Odio a los que te empujan para sentarse, antes que tú, en el asiento que acaba de quedar libre, y que tú habías estado vigilando respetuosa y pacientemente. Odio a los que hablan gritando, tanto como a los que llevan su música consigo, y asumen que a todos nos encantaría escucharla, así que le ponen altavoz a su celular para cumplir nuestro sueño.

Odio a los que silban y gritan cochinadas a las chicas. Odio esa costumbre abyecta, malsana que tienen los hombres de voltear a mirar el trasero de una mujer. Silbar, susurrar o gritar a una chica, es terrible. Y además para qué. Jamás he visto que una mujer voltee a pedir el número de un tipo inmediatamente después de que este le haya gritado las más retorcidas palabras que existan.

Odio a los que tienen la necesidad de emitir una opinión sobre algo, aunque uno jamás les haya preguntado (por ejemplo: «Ah, te cortaste el pelo… te queda mal, ¿sabes?»). Odio también a los que empiezan un comentario cualquiera con la frase «me vas a perdonar, eh… pero tú sabes que yo siempre digo la verdad».

Me molestan las muletillas, pero —y aunque esto revele sobre mí, más de lo que quisiera— las que me revientan son las muletillas con aires a superioridad. Y ahora, hablando de cosas del lenguaje, odio a los espíritus correctores de estilo y de dicción. Sobre todo, los odio porque —generalmente— se trata de gente que mal aprendió tres o cuatro reglas y se pasa señalando las faltas ajenas y olvidando las propias (que nunca son pocas, claro).

Odio a los que insultan a Justin Bieber y a cualquier otro artista al que consideren sobrevalorado, vacío e intrascendente. De esos hay cuchumil en Facebook. Me jode que caigan siempre en la estupidez de validar a su artista favorito (The Beatles, supongamos) ninguneando a los demás. O sea: The Beatles son chéveres porque son mejores que Justin Bieber. Punto. ¿Ah, sí? Mira tú. O sea que si me preguntan por qué me gusta Janis Joplin, yo no debo pensar mucho para responder que me gusta porque es mejor que Selena Gomez, ¿no?

Odio a los que no respetan su turno (o, en todo caso, el de los demás). Me ha pasado mil veces que llego a una bodega y el tendero está atendiendo a otra persona. Entonces, espero mi turno. El asunto va bien hasta que, de no sé dónde, aparece alguien y empieza a hacer sus pedidos, como si hubiera llegado primero.

Odio a los que se alucinan. Muy ricos (por sexis o por adinerados) o muy inteligentes o muy hábiles o muy talentosos (o muy importantes o muy perseguidos). A los que se alucinan, digo. Los que verdaderamente lo son no están alucinando. Cuando alguien se refiere a sí mismo (y casi siempre en plural) como «nosotros los artistas», me caigo del asombro. Me siento entre vedettes y cómicos ambulantes.

Pero suelo soportar cristianamente todas las costumbres anteriores, al igual que otras que ya no menciono porque la lista se va haciendo muy larga. Las dos que sí odio con todo mi corazón deberían ser penadas con trabajos forzados o, incluso, con días de cárcel efectiva. Joder en el cine es la primera. Es insoportable: ringtones, conversaciones, risas estruendosas. Niños. A ver, nadie se mete con los métodos de crianza que los padres aplican en sus hijos. Si el niño, en casa, come lo que le da la gana, a la hora que le da la gana y si le da la gana, genial. Quiero pensar que eso forma parte de un plan educativo que mamá y papá están llevando a cabo. Pero el cine es otra cosa: la gente no va a apreciar tus métodos de enseñanza sino a ver una película.

La segunda es arruinarle la historia a un tercero. Ten cuidado. Hay gente que se regocija contando las carnecitas y los finales de libros y películas. A veces, es cierto, no hay mala intención, pero igual está mal. Uno puede disculparse con un amigo por hacer, por ejemplo, una broma sobre la ceguera (olvidando o ignorando que la mamá del amigo está ciega). Con  el tiempo, él habrá borrado el asunto de su memoria. Pero cuando cuentas algo sobre una película o un libro, el daño ya está hecho, no hay marcha atrás. No obstante, con estos últimos, los descuidados, podemos ser benevolentes: vamos, todos hemos metido la pata alguna vez. Pero hay que estar mal de la cabeza, hay que arrastrar un trauma de infancia para quitarles a los demás la posibilidad de descubrir, por sí mismos, las novedades de una historia.

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