Odio que la
gente suba al bus a contar sus penas. Odio a los que van al lado de la ventana
y jamás, ni en el peor día de verano, se les ocurre abrirla. Odio a los que te
empujan para sentarse, antes que tú, en el asiento que acaba de quedar libre, y
que tú habías estado vigilando respetuosa y pacientemente. Odio a los que
hablan gritando, tanto como a los que llevan su música consigo, y asumen que a
todos nos encantaría escucharla, así que le ponen altavoz a su celular para
cumplir nuestro sueño.
Odio a los
que silban y gritan cochinadas a las chicas. Odio esa costumbre abyecta,
malsana que tienen los hombres de voltear a mirar el trasero de una mujer. Silbar,
susurrar o gritar a una chica, es terrible. Y además para qué. Jamás he visto
que una mujer voltee a pedir el número de un tipo inmediatamente después de que
este le haya gritado las más retorcidas palabras que existan.
Odio a los
que tienen la necesidad de emitir una opinión sobre algo, aunque uno jamás les
haya preguntado (por ejemplo: «Ah, te cortaste el pelo… te queda mal,
¿sabes?»). Odio también a los que empiezan un comentario cualquiera con la
frase «me vas a perdonar, eh… pero tú sabes que yo siempre digo la verdad».
Me molestan
las muletillas, pero —y aunque esto revele sobre mí, más de lo que quisiera—
las que me revientan son las muletillas con aires a superioridad. Y ahora,
hablando de cosas del lenguaje, odio a los espíritus correctores de estilo y de
dicción. Sobre todo, los odio porque —generalmente— se trata de gente que mal
aprendió tres o cuatro reglas y se pasa señalando las faltas ajenas y olvidando
las propias (que nunca son pocas, claro).
Odio a los
que insultan a Justin Bieber y a cualquier otro artista al que consideren
sobrevalorado, vacío e intrascendente. De esos hay cuchumil en Facebook. Me
jode que caigan siempre en la estupidez de validar a su artista favorito (The
Beatles, supongamos) ninguneando a los demás. O sea: The Beatles son chéveres
porque son mejores que Justin Bieber. Punto. ¿Ah, sí? Mira tú. O sea que si me
preguntan por qué me gusta Janis Joplin, yo no debo pensar mucho para responder
que me gusta porque es mejor que Selena Gomez, ¿no?
Odio a los
que no respetan su turno (o, en todo caso, el de los demás). Me ha pasado mil
veces que llego a una bodega y el tendero está atendiendo a otra persona.
Entonces, espero mi turno. El asunto va bien hasta que, de no sé dónde, aparece
alguien y empieza a hacer sus pedidos, como si hubiera llegado primero.
Odio a los
que se alucinan. Muy ricos (por sexis o por adinerados) o muy inteligentes o
muy hábiles o muy talentosos (o muy importantes o muy perseguidos). A los que
se alucinan, digo. Los que verdaderamente lo son no están alucinando. Cuando
alguien se refiere a sí mismo (y casi siempre en plural) como «nosotros los
artistas», me caigo del asombro. Me siento entre vedettes y cómicos ambulantes.
Pero suelo
soportar cristianamente todas las costumbres anteriores, al igual que otras que
ya no menciono porque la lista se va haciendo muy larga. Las dos que sí odio
con todo mi corazón deberían ser penadas con trabajos forzados o, incluso, con
días de cárcel efectiva. Joder en el cine es la primera. Es insoportable:
ringtones, conversaciones, risas estruendosas. Niños. A ver, nadie se mete con
los métodos de crianza que los padres aplican en sus hijos. Si el niño, en
casa, come lo que le da la gana, a la hora que le da la gana y si le da la
gana, genial. Quiero pensar que eso forma parte de un plan educativo que mamá y
papá están llevando a cabo. Pero el cine es otra cosa: la gente no va a
apreciar tus métodos de enseñanza sino a ver una película.
La segunda es arruinarle la historia a un
tercero. Ten cuidado. Hay gente que se regocija contando las carnecitas y los
finales de libros y películas. A veces, es cierto, no hay mala intención, pero
igual está mal. Uno puede disculparse con un amigo por hacer, por ejemplo, una
broma sobre la ceguera (olvidando o ignorando que la mamá del amigo está
ciega). Con el tiempo, él habrá borrado
el asunto de su memoria. Pero cuando cuentas algo sobre una película o un
libro, el daño ya está hecho, no hay marcha atrás. No obstante, con estos
últimos, los descuidados, podemos ser benevolentes: vamos, todos hemos metido
la pata alguna vez. Pero hay que estar mal de la cabeza, hay que arrastrar un
trauma de infancia para quitarles a los demás la posibilidad de descubrir, por
sí mismos, las novedades de una historia.
Muy bueno
ResponderEliminar