jueves, 18 de julio de 2013

Entonces, ¿nunca seré exitoso?

Hace algunos días prendí la televisión y pude observar la publicidad de una cerveza peruana que asegura que el auténtico éxito está determinado —entre otros dudosos indicadores— por la cantidad de abrazos que uno recibe, o la ilusión que nos despierta una torta de chocolate. Llegué a la siguiente conclusión: los solitarios y los diabéticos jamás serán exitosos de verdad.

Lo triste del comercial es que contrabandea una idea que ya no solo es patética, sino profundamente engañosa: el éxito solo te ocurre si estás rodeado de gente. Así, por ejemplo, se nos precisa que el hombre es exitoso si “da besos intensos” o si su mesa está atestada de amigotes. Entonces, si no tienes a nadie a quien besar, ni una mancha de contertulios, eres un perdedor, un fiasco.  

Me detuve a meditar si es que algún día –según el argumento de esta publicidad– seré exitoso. Primero, no tengo miles de amigos a quien abrazar (mis amigos, los de verdad, son pocos, muy pocos); y segundo, no tengo enamorada a quien darle “besos intensos”, estoy solo hace mucho. Es triste, no soy exitoso.

En realidad, el mensaje ni siquiera es culpa de la cerveza, ni de la publicidad. Es el modelo general, que se ha acostumbrado a reseñar la vida con definiciones empresariales. Éxito, metas, visión, realización, grupo. Como si uno fuese, no un sujeto con necesidades distintas, algunas abstractas y complejas, sino una MYPE en angustiado proceso de reingeniería.

Siempre creí que el “éxito” tenía menos que ver con los logros y más con la manera en que uno intenta conseguirlos. Llámenlo pasión, empeño, testarudez o disciplina. Pero eso era antes. Ahora sospecho del “éxito”. Dudo de su importancia. Aquella palabra ha adquirido un ridículo matiz aspiracional, convirtiéndose en una palabra vacía, hueca, tan muerta que no soportaría una autopsia semántica porque ya no significa nada.


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