Más allá de lo
edulcoradas que se han vuelto las celebraciones como el Día de la Madre, sí
creo que es una buena oportunidad para decirles a nuestras mamás cuánto las
admiramos. Lo peor que podemos hacer como hijos es dar por sentado que, porque
ya lo saben, no necesitan escucharlo. Así que, con el permiso de todos ustedes,
ahí va mi homenaje a cuatro mujeres a las que les debo mucho más que la vida.
Mi abuela Rosa me contaba que vivía –muy feliz– en inmensos jardines y dentro
de una gran familia, allá, en su Cutervo natal. Pero necesitaba llegar a la
terrible capital para alimentar a sus hijos, y así fue. No lloró, no derramó ni
una lagrimita. Eso sí, estaba asustada. Tenía varios niños que cuidar (siete
hijos) pero, ante todo, abrigaba la convicción de que saldría adelante
rompiéndose el alma trabajando. Rosita me cuenta que fue la virgencita quien se
le apareció en sueños y le anunció que su futuro estaba en Lima. De ella,
espero haber heredado el espíritu combativo y su infinita capacidad para hacer
siempre lo correcto. Mamá Gladys, para ella, la vida nunca ha sido un jardín de
rosas, sino más bien una batalla constante para ser feliz y, sobre todo, para
mantener unida a toda su familia. Por
ella, sé que en los momentos más difíciles de la vida, es la familia la que
siempre estará ahí para sostenernos. Mamá Martha, es la mujer con mayor sentido
del humor que conozca. Jamás pierde los
papeles. Parece haber llegado al mundo con el don de la alegría a cuestas.
Gracias a ella, aprendí a enfrentar cualquier obstáculo siempre con una sonrisa.
A mi madre, en cambio, sueño con robarle el optimismo y su inmensa capacidad
para levantarse casi de cualquier adversidad. Lo suyo es una vocación infinita
por hacer feliz a su gente, por hacerles la vida más fácil a aquellos a quienes
ama. Recuerdo que, en momentos complicados de su vida, cuando mis hermanos y yo
éramos niños, no dudaba en secarse rápido las lágrimas y pasar la página de
cualquier dramón para sentarse y mostrarnos una hermosa sonrisa. Chachita no
solo conserva una cintura que ya quisiera una quinceañera para un día de
fiesta. Sigue siendo dueña de ese espíritu naif que la conecta magistralmente
con el mundo.
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