Hace
algunos días prendí la televisión y pude observar la publicidad de una cerveza
peruana que asegura que el auténtico éxito está determinado —entre otros
dudosos indicadores— por la cantidad de abrazos que uno recibe, o la ilusión
que nos despierta una torta de chocolate. Llegué a la siguiente conclusión: los
solitarios y los diabéticos jamás serán exitosos de verdad.
Lo triste
del comercial es que contrabandea una idea que ya no solo es patética, sino
profundamente engañosa: el éxito solo te ocurre si estás rodeado de gente. Así,
por ejemplo, se nos precisa que el hombre es exitoso si “da besos intensos” o
si su mesa está atestada de amigotes. Entonces, si no tienes a nadie a quien
besar, ni una mancha de contertulios, eres un perdedor, un fiasco.
Me detuve a
meditar si es que algún día –según el argumento de esta publicidad– seré
exitoso. Primero, no tengo miles de amigos a quien abrazar (mis amigos, los de
verdad, son pocos, muy pocos); y segundo, no tengo enamorada a quien darle “besos
intensos”, estoy solo hace mucho. Es triste, no soy exitoso.
En
realidad, el mensaje ni siquiera es culpa de la cerveza, ni de la publicidad.
Es el modelo general, que se ha acostumbrado a reseñar la vida con definiciones
empresariales. Éxito, metas, visión, realización, grupo. Como si uno fuese, no
un sujeto con necesidades distintas, algunas abstractas y complejas, sino una
MYPE en angustiado proceso de reingeniería.
Siempre
creí que el “éxito” tenía menos que ver con los logros y más con la manera en
que uno intenta conseguirlos. Llámenlo pasión, empeño, testarudez o disciplina.
Pero eso era antes. Ahora sospecho del “éxito”. Dudo de su importancia. Aquella
palabra ha adquirido un ridículo matiz aspiracional, convirtiéndose en una
palabra vacía, hueca, tan muerta que no soportaría una autopsia semántica
porque ya no significa nada.