miércoles, 22 de mayo de 2013

Nunca olvides la historia


Hace 20 años, mis padres intercambiaban historias con mis tíos y abuelos en la sala de nuestra casa para sobrellevar los apagones producto de la voladura de torres de alta tensión originado por un grupo terrorista. Aquella época, mis familiares, vivieron una de las noches más oscuras que hayan conocido: un almacén de Sedapal, ubicado a pocos metros de mi hogar, estalló destruyendo todas las ventanas de las casas colindantes a dicho lugar.  Y, hace dos décadas, mis padres lloraban extasiados de felicidad al ver, a través de la televisión, a un hombre de barba larga, anteojos oscuros y vestido con un traje a rayas, dentro de un celda, como despotricaba palabras al vacío. Lo sabían, un grupo de policías, denominado el GEIN (Grupo Especial de Inteligencia), habían capturado al líder de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, poniendo fin a la era de terror más sanguinaria que sufrió nuestro país.

Sin embargo, como la historia suele tener artilugios extraños, hace apenas algunos años surgió el Movimiento por Amnistía y Derechos Fundamentales (Movadef), una organización que pretende alcanzar objetivos políticos, a través del llamado “pensamiento Gonzalo”, para crear las condiciones y reiniciar la lucha armada. Esta agrupación es solo una fachada de Sendero Luminoso cuya misión es lograr la excarcelación de todos los presos por terrorismo con el propósito de llegar al poder mediante la “guerra popular” y, de esa manera, reactivar la violencia en el país.

Así es, dicha agrupación, que –según la Dirección Contra el Terrorismo– contaría en la actualidad con 2 mil 500 militantes repartidos en todo el país, buscan la amnistía para quienes consideran sus “presos políticos”. Para ellos, los crímenes que cometió SL fue parte de la “guerra interna “que sufrió el Perú  y no terrorismo. Infausto pensamiento. Aseguran que sólo buscan la pacificación de nuestra nación. Un perdón para todo aquel que mató, asesinó o torturó por un ideal; es decir, indulgencia para quienes transgredieron los Derechos Humanos.
Lo trágico, es que jóvenes se hayan sumado a esta corriente que enarbola la violencia como un principio ideológico.  Fair Quesada, estudiante de economía de la Universidad del Callao e integrante del Movadef, aseguró a la prensa que todos los jóvenes del movimiento coinciden que “Abimael Guzmán es un preso político y no un terrorista”. ¿De dónde salen aquellos universitarios que suman las filas de dicha organización? ¿Por qué defienden una ideología que reivindica el terror? ¿Cómo pueden ignorar lo que nuestros padres padecieron?

La respuesta no es tan compleja: olvidamos nuestra historia. Sí, la ignoramos. Quizá esa fragilidad en la memoria de nosotros, los jóvenes, ha permitido que grupos fachada de Sendero Luminoso como Movadef pretendan inscribirse como partido político, luego del daño que hicieron al país durante la ola de sangre que provocaron. Al parecer, sufrimos de una enfermedad nacional que es nuestra falta de memoria: el olvido de todo lo erróneo, dañino, infausto y aberrante. Es decir, nuestra endémica amnesia que todo lo cubre con un tupido velo, hasta que pueda repetirlo. Aprovechando ese olvido, dicha organización “política” desea implantar nuevamente ideas trasnochadas que sólo traerán sufrimiento y tristeza.

Está en nuestras manos rechazar contundentemente todo tipo de pensamiento que celebre la violencia y el terror. Y eso es lo que hace Movadef, justifica y exalta abiertamente los crímenes de Sendero Luminoso. Nos toca, a los jóvenes,  a través del debate de ideas, condenar todo acto prosenderista que pretenda –nuevamente – instaurar la oscuridad en nuestro país. 
 
No queremos violencia. No queremos sufrimiento. Lo que queremos es un Perú en paz.  No regresar a aquella época oscura en la que tuvieron que vivir nuestros padres. Hace algunos días, el periodista Cesar Hildebrandt escribió: “El Movadef no quiere la amnistía. Quiere la amnesia. Necesita de tu memoria vacía”. Por ello, nunca olvides la historia.

sábado, 11 de mayo de 2013

Mamacitas


Más allá de lo edulcoradas que se han vuelto las celebraciones como el Día de la Madre, sí creo que es una buena oportunidad para decirles a nuestras mamás cuánto las admiramos. Lo peor que podemos hacer como hijos es dar por sentado que, porque ya lo saben, no necesitan escucharlo. Así que, con el permiso de todos ustedes, ahí va mi homenaje a cuatro mujeres a las que les debo mucho más que la vida. Mi abuela Rosa me contaba que vivía –muy feliz– en inmensos jardines y dentro de una gran familia, allá, en su Cutervo natal. Pero necesitaba llegar a la terrible capital para alimentar a sus hijos, y así fue. No lloró, no derramó ni una lagrimita. Eso sí, estaba asustada. Tenía varios niños que cuidar (siete hijos) pero, ante todo, abrigaba la convicción de que saldría adelante rompiéndose el alma trabajando. Rosita me cuenta que fue la virgencita quien se le apareció en sueños y le anunció que su futuro estaba en Lima. De ella, espero haber heredado el espíritu combativo y su infinita capacidad para hacer siempre lo correcto. Mamá Gladys, para ella, la vida nunca ha sido un jardín de rosas, sino más bien una batalla constante para ser feliz y, sobre todo, para mantener unida  a toda su familia. Por ella, sé que en los momentos más difíciles de la vida, es la familia la que siempre estará ahí para sostenernos. Mamá Martha, es la mujer con mayor sentido del humor que conozca.  Jamás pierde los papeles. Parece haber llegado al mundo con el don de la alegría a cuestas. Gracias a ella, aprendí a enfrentar cualquier obstáculo siempre con una sonrisa. A mi madre, en cambio, sueño con robarle el optimismo y su inmensa capacidad para levantarse casi de cualquier adversidad. Lo suyo es una vocación infinita por hacer feliz a su gente, por hacerles la vida más fácil a aquellos a quienes ama. Recuerdo que, en momentos complicados de su vida, cuando mis hermanos y yo éramos niños, no dudaba en secarse rápido las lágrimas y pasar la página de cualquier dramón para sentarse y mostrarnos una hermosa sonrisa. Chachita no solo conserva una cintura que ya quisiera una quinceañera para un día de fiesta. Sigue siendo dueña de ese espíritu naif que la conecta magistralmente con el mundo.

jueves, 2 de mayo de 2013

¿Qué es cultura?



Hace algunos días, en aquellas interminables conversaciones sobre cualquier tema, un amigo me preguntó que significaba para mi cultura. Lejos de los conceptos científicos y dogmáticos de dicha palabra, intenté darle un sentido personal a mi respuesta. ¿Qué es cultura?

La verdad, yo no estoy seguro aún cuál puede ser el concepto estático y definitivo de aquella lo que consideraría, parafraseando a Antonio Cisneros, como una inmensa pregunta celeste. Y no estoy seguro porque para hablar de cultura, uno debe empezar a mirar el mundo en su totalidad. En su amplitud.

Mirar el mundo con estos ojos es encontrar y descubrir en cada detalle, en cada golpe inédito, en cada emprendimiento creativo una explicación, un pedazo de lo que podría llamarse cultura.

La cultura, para mí, entonces, significa todo aquello que ha permitido que yo, y ustedes también, puedan descubrirse como seres valiosos, como sujetos capaces de encontrar una forma de aprender y enseñar.

La cultura, para mí, significa a veces tomar un avión (o un bus) e irme lejos, muy lejos, allá en la Sierra, y buscar un pueblito que me conduzca por caminos serpenteantes. Allí, mirar el cielo y ver las estrellas, estrellas que mis antepasados, aquellos que ocuparon la tierra cientos, miles de años atrás, nombraron como protectores.

La cultura, en ese sentido, es escuchar, con emoción sincera, el corazón oprimiéndote el pecho, la piel erizada, las historias sobre tu origen, sobre tu contexto, sobre tu tiempo narradas por tu abuela, con un estilo realista-mágico.

La cultura, claro, es emocionarte aún por todas las canciones que escuchas en el micro y forman parte de una suerte de banda sonora permanente de tu vida. Son las películas que descubres, fascinado, por primera vez en una sala de cine.    

Significa tomar por primera vez un libro y maravillarte por sus historias, por querer alguna vez escribir así. Es creer que Dante Alighieri y Alejandro Dumas podrían ser tus amigos. Es descubrir por qué alguien como Mario Vargas Llosa puede ser admirable, más allá de cuantas veces lo mires en televisión.

La cultura, para mí, claro está, significa respeto. Respeto e interacción con aquellos conocimientos ajenos. Es conservación y comprensión. Es democracia. No es menospreciar las opiniones de los demás, no es excluir.

Todos hacemos cultura. Todos somos creativos. Y para la cultura,  un creador que confía en su creatividad y la defiende, la promueve, a veces de modo solitario y con teca esperanza, es nada más y nada menos que un pionero.  

viernes, 26 de abril de 2013

Me habías choleado tanto



Mucho marca Perú, mucha inclusión social, mucha reconciliación. Como decía Silvana Di Lorenzo: palabras, palabras, palabras. En la vida real, Lima sigue siendo una ciudad vergonzosamente racista, en la que las discotecas y restaurantes “se reservan el derecho de admisión”, y en los supermercados señoras creen ser superiores a los demás, sólo por su condición de capitalina.

Estaba en la fila, en un conocido supermercado de la ciudad, esperando mi turno para que la cajera pueda atenderme y lograr comer algo de lo que estaba adquiriendo. Como suele suceder conmigo, miraba a un lado y el otro, observando a las personas sin alguna determinación concreta. En ese intervalo, miré a una señora, que estoy seguro llevaba pocos días en Lima, que se acercaba a la cajera que estaba al frente mío. Sin embargo, no se percató, soy claro testigo, que había una persona delante de ella.   

De pronto, un estruendoso grito silenció todo el lugar. “¡Señora, no se da cuenta que yo estoy primero! Ustedes los serranos cuando vienen a Lima creen ser vivos, ¿no?” Esta última frase me dejó consternado, casi sin aliento. ¿Cómo era posible que se expresara de esa forma? ¿No existe un sentido de igualdad en su razón?

Me acerqué aquella mujer, de presencia indeseable, que había dicho esas penosas frases contra una señora que sólo se había confundido al tomar su lugar. “Señora, debería disculparse por expresarse de esa manera. No es correcto”, le mencioné. Para mi sorpresa, subió el volumen de su voz y empezó el ataque hacia mí. “¿Quién te crees tú, desubicado? Mira, tú no vas a darme clases de modales”.

No había duda, el fantasma del racismo y la discriminación se encontraba en ese lugar. Esa abyecta presencia que origina en las personas un extraño modo de pensar. Que tiene como regla fundamental "cholear" a los demás sin importar quien sea.

¿Qué se hace en estos casos? La discriminación en el Perú es delito. ¿Multarán a esta señora? No. Quizá continuará ofendiendo a aquellos que probablemente ni siquiera pueden protestar, porque nadie los escucha y, algún día,  hartos de tanta humillación, escuchen los cantos de sirena de algún Abimael Guzmán y decidan tirarse abajo cuanto establecimiento o centro comercial deseen.

¿No recuerdan, acaso, que el caldo de cultivo para Sendero Luminoso o el MRTA, fue justamente ese odio fraticida que fue creciendo entre peruanos que no se reconocen como compatriotas? Lima está más cerca de Miami o de Madrid que de cualquier pueblo de la sierra o de la selva. ¿Cuál es el pretexto? ¿Qué no entendemos el quechua, el aymara o la lengua shipiba?

Algo debemos hacer para terminar con este tipo de actitudes que no nos hace una ciudad más “nice”, como creen algunos, sino, por el contrario, nos convierte en un lugar atrasado, lleno de gente ignorante y prejuiciosa que no es capaz de respetar a otro ser humano, sólo por el hecho de no ser igual que él.

domingo, 21 de abril de 2013

La cultura del burlarse de los demás

Personalmente no me sumo al cargamontón, o mejor dicho bullyng, contra los concursantes de estos realities que se transmiten por las tardes y que tienen tanta acogida entre los jóvenes del país.

No saber quien escribió Un mundo para Julius o ignorar lo que es un archipiélago son faltan menores. Es lamentable, pero no me parece que sea algo que determine el nivel cultural de una persona.

Si la preocupación de este drama se enlaza con la idea de que aquella persona que más datos ha acumulado es la más culta, entonces el genio del futuro sería un loro vestido de gala.

“El Perú no para. Antes de dormir orgía cultural en combate”, expresó el periodista Beto Ortiz en su Facebook, refiriéndose a la concursante de dicho programa televisivo, Alejandra Baigorria, quien afirmó, ante una pregunta, que Paulo Coehlo escribió Yawar Fiesta.


He aquí algunas preguntas para las personas que, durante varios días, se quejaron, por las redes sociales, del espectáculo dado por los chicos de Combate y Esto es guerra, o compartieron las notas escritas por otros, porque “reflejan a la perfección su opinión, posición y pensamiento”. Jaja.

Las preguntas son: ¿qué ganas quejándote? Si te preocupa tanto la cultura en nuestro país, ¿por qué mejor no te sientas y lees un libro con tu hijo? ¿Sabes qué les enseñan en la escuela?

Apagar la radio, prenderle fuego al televisor, no comprar diarios. Aprender el Baldor, el Atlas, El Coquito y el Manuel del Pendejo. ¡NO! Ejercita un sentido crítico y cuestiona: La cultura no debería ser una tabla de contenidos, dispuesta a que la memoricemos.   








martes, 16 de abril de 2013

César Vallejo vive en ti



No fue un jueves con aguacero. Fue en París, sí, pero el viernes 15 de abril, y solo lloviznaba. Hace 75 años, falleció uno de los grandes escritores que ha dado nuestro país a la literatura universal, César Vallejo.

Leí por primera vez al poeta de Santiago de Chuco a los diez años. Cuando ingresé a la habitación de mi madre y pude observar sobre su mesa de noche un libro que llevaba el título de Poemas Humanos. En la portada, un hombre con la mano en el mentón y  su mirada fija  sobre algún determinado punto.

Cogí el libro, busqué desesperadamente a mi madre por toda la casa. Tenía muchas preguntas. ¿Por qué coleccionaba obras de aquel señor de mirada afligida? ¿Qué era lo que escribía? ¿Cuánto tiempo llevaba de leerlo?

Encontré a mamá echada sobre uno de los muebles de la sala. Bastaron solo unas palabras para entender lo que ella sentía por él. “Este señor es Vallejo, y es el único que, a través de la letras, puede descifrar el sufrimiento y la alegría del ser humano”.

A partir de ese momento, conocí a César Vallejo, el universal, el triste, el pesimista, incomprendido, vanguardista, innovador, trasgresor del lenguaje, bohemio, profesor, periodista, misterioso, andino, burlón, aprista, comunista, etc.

Pero no todos entienden a César Abraham como mi madre y yo, lo podemos entender. Un columnista del diario El Comercio, dejando entrever que le parecía un poco demasiado tristón, señaló que el poeta “había influido de manera negativa en el inconsciente colectivo de los peruanos”. ¡Bah!

Tengo dos argumentos que rebatirán a los que –en la intensidad– creen ver pena:

Vallejo no es triste, es tierno: Y quiero, por lo tanto, acomodarle al que me habla, su trenza; sus cabellos, al soldado; su luz, al grande; su grandeza, al chico. Quiero planchar directamente un pañuelo al que no puede llorar y, cuando estoy triste o me duele la dicha, remedar a los niños y a los genios.

Vallejo no es triste, es dulce: Miguel, tú te escondiste una noche de agosto al alborear. Pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste. Y tu gemelo corazón de esas tardes extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya cae sombra en el alma.

Por ello, escribí este post. Porque al brindarle homenaje a César Vallejo; también rindo tributo a mi madre. A sus convicciones, ideologías y sueños. Y, por qué no,  a sus miedos y frustraciones. A sus épocas de escritora sentada al borde del Malecón. A su pasión por enseñar y aprender todos los días. Y, sobre todo, a su faceta de madre que tiene respuesta para todo.

Así es, mamá. Vallejo vive en ti, y tú lo haces inmortal. ¿Y sabes cuándo comenzaremos a vernos con los demás, desayunados todos, al borde una mañana eterna? Un lunes, Chachita. Un lunes cualquiera.

martes, 9 de abril de 2013

Ciudad de extraños corazones


Odio que la gente suba al bus a contar sus penas. Odio a los que van al lado de la ventana y jamás, ni en el peor día de verano, se les ocurre abrirla. Odio a los que te empujan para sentarse, antes que tú, en el asiento que acaba de quedar libre, y que tú habías estado vigilando respetuosa y pacientemente. Odio a los que hablan gritando, tanto como a los que llevan su música consigo, y asumen que a todos nos encantaría escucharla, así que le ponen altavoz a su celular para cumplir nuestro sueño.

Odio a los que silban y gritan cochinadas a las chicas. Odio esa costumbre abyecta, malsana que tienen los hombres de voltear a mirar el trasero de una mujer. Silbar, susurrar o gritar a una chica, es terrible. Y además para qué. Jamás he visto que una mujer voltee a pedir el número de un tipo inmediatamente después de que este le haya gritado las más retorcidas palabras que existan.

Odio a los que tienen la necesidad de emitir una opinión sobre algo, aunque uno jamás les haya preguntado (por ejemplo: «Ah, te cortaste el pelo… te queda mal, ¿sabes?»). Odio también a los que empiezan un comentario cualquiera con la frase «me vas a perdonar, eh… pero tú sabes que yo siempre digo la verdad».

Me molestan las muletillas, pero —y aunque esto revele sobre mí, más de lo que quisiera— las que me revientan son las muletillas con aires a superioridad. Y ahora, hablando de cosas del lenguaje, odio a los espíritus correctores de estilo y de dicción. Sobre todo, los odio porque —generalmente— se trata de gente que mal aprendió tres o cuatro reglas y se pasa señalando las faltas ajenas y olvidando las propias (que nunca son pocas, claro).

Odio a los que insultan a Justin Bieber y a cualquier otro artista al que consideren sobrevalorado, vacío e intrascendente. De esos hay cuchumil en Facebook. Me jode que caigan siempre en la estupidez de validar a su artista favorito (The Beatles, supongamos) ninguneando a los demás. O sea: The Beatles son chéveres porque son mejores que Justin Bieber. Punto. ¿Ah, sí? Mira tú. O sea que si me preguntan por qué me gusta Janis Joplin, yo no debo pensar mucho para responder que me gusta porque es mejor que Selena Gomez, ¿no?

Odio a los que no respetan su turno (o, en todo caso, el de los demás). Me ha pasado mil veces que llego a una bodega y el tendero está atendiendo a otra persona. Entonces, espero mi turno. El asunto va bien hasta que, de no sé dónde, aparece alguien y empieza a hacer sus pedidos, como si hubiera llegado primero.

Odio a los que se alucinan. Muy ricos (por sexis o por adinerados) o muy inteligentes o muy hábiles o muy talentosos (o muy importantes o muy perseguidos). A los que se alucinan, digo. Los que verdaderamente lo son no están alucinando. Cuando alguien se refiere a sí mismo (y casi siempre en plural) como «nosotros los artistas», me caigo del asombro. Me siento entre vedettes y cómicos ambulantes.

Pero suelo soportar cristianamente todas las costumbres anteriores, al igual que otras que ya no menciono porque la lista se va haciendo muy larga. Las dos que sí odio con todo mi corazón deberían ser penadas con trabajos forzados o, incluso, con días de cárcel efectiva. Joder en el cine es la primera. Es insoportable: ringtones, conversaciones, risas estruendosas. Niños. A ver, nadie se mete con los métodos de crianza que los padres aplican en sus hijos. Si el niño, en casa, come lo que le da la gana, a la hora que le da la gana y si le da la gana, genial. Quiero pensar que eso forma parte de un plan educativo que mamá y papá están llevando a cabo. Pero el cine es otra cosa: la gente no va a apreciar tus métodos de enseñanza sino a ver una película.

La segunda es arruinarle la historia a un tercero. Ten cuidado. Hay gente que se regocija contando las carnecitas y los finales de libros y películas. A veces, es cierto, no hay mala intención, pero igual está mal. Uno puede disculparse con un amigo por hacer, por ejemplo, una broma sobre la ceguera (olvidando o ignorando que la mamá del amigo está ciega). Con  el tiempo, él habrá borrado el asunto de su memoria. Pero cuando cuentas algo sobre una película o un libro, el daño ya está hecho, no hay marcha atrás. No obstante, con estos últimos, los descuidados, podemos ser benevolentes: vamos, todos hemos metido la pata alguna vez. Pero hay que estar mal de la cabeza, hay que arrastrar un trauma de infancia para quitarles a los demás la posibilidad de descubrir, por sí mismos, las novedades de una historia.